Santos, el Catatumbo, la ONU, la violencia y la paz
A esa Colombia de las imposiciones y las intolerancias, del garrote, los
gases y el plomo, del sicariato material y moral, no es posible pensar en
vincularse pacíficamente.
La limpia conciencia
del Presidente Santos le permite reñir con las Naciones Unidas en torno a la
situación de los derechos humanos en Colombia. Incluso advertir que la
existencia de la oficina especializada de esa entidad internacional en el país
ya no tiene sentido.
Lo hace enfurecido
tras las declaraciones del encargado de la ONU, según las cuales hubo excesos
por parte de la fuerza pública en la represión a los campesinos del Catatumbo.
Desde antes de Turbay Ayala, todos los gobiernos colombianos han reaccionado de
igual modo ante las críticas de la comunidad internacional. Santos sigue la
tradición, rindiendo así culto a su inmediato antecesor en la Presidencia, pese
a sus esfuerzos por distinguirse de él.
Santos se siente,
al menos moralmente, un integrante más de la OTAN, la arrogante alianza militar
de los Estados Unidos y la Unión Europea, la mayor depredadora de los derechos
humanos en la historia de la humanidad. La cual, en virtud de su condición de
poder dominante, ha logrado borrar de la historia o al menos cubrir con el más
vergonzante olvido sus horrendos crímenes. Al considerarse miembro de la OTAN,
Santos juzga absurda cualquier imputación a su gobierno.
Y todavía más,
siguiendo la costumbre del poder capitalista mundial, Santos apela al recurso
de convertir en victimarios a las víctimas, insistiendo, como ya lo han hecho
repetidamente su ministro de defensa y altos mandos militares y policiales, en
que son los campesinos los agresores y violadores de la dignidad humana de los
pobrecitos soldados y gendarmes. A última hora, convirtieron en víctimas a los
pacíficos habitantes de las urbes sitiadas por los nuevos bárbaros. Miles de
seres angustiados y hambrientos por culpa de los inhumanos bloqueos campesinos.
Cuarenta y dos
generosos integrantes del ESMAD han resultado heridos, según el gobierno, por
las armas de fuego, los explosivos, los tatucos y demás armas letales empleadas
por los endemoniados campesinos, no solamente infiltrados por las FARC y el
ELN, sino además integrantes ellos mismos de esas peligrosas organizaciones
armadas.
Que el fuego a
discreción ordenado por los mandos militares contra la movilización campesina
haya causado cuatro muertos y más de una decena de heridos, sin contar los
intoxicados por gases, ni los lesionados a garrote y pata que llegan al
centenar de labriegos, carece por completo de sentido. Se trata de gentuza
ignorante y manipulada, opuesta además a los planes de la gran minería y los
agrocombustibles, incapaz de entender que este país y ellos mismos sólo
podrán salir adelante si las improductivas y conflictivas zonas que habitan,
pasan a manos de los prósperos y bien intencionados empresarios.
En las últimas
décadas los campesinos del Catatumbo han sufrido las más violentas embestidas
por parte del Ejército Nacional y el paramilitarismo, que han turnado su bien
coordinado accionar. Fueron grandes los desastres ocasionados en las
comunidades rurales por la Brigada Móvil número 2 en los años noventa, y ni qué
decir de las andanzas criminales de las huestes de Mancuso y compañía en los
primeros años de este siglo. Ahora hace allí de las suyas la nueva fuerza de
tarea creada por Santos. Una impresionante maquinaria bélica que persigue, ella
sí, conquistar por fin la zona para hacer posible el saqueo de sus recursos
naturales.
La zona de reserva
campesina que reclaman marchantes de Tibú en conformidad con la Constitución y
la ley, para cuya aprobación han cumplido religiosamente con todos los
trámites, incluso financiados por el propio ministerio de agricultura, no
resultó del agrado de los inversionistas transnacionales y locales. Es lo único
que explica la negativa oficial de última hora. Pero lo ocultan tras los más
ridículos argumentos. El ministerio de defensa apela incluso a razones de
seguridad nacional, argumento nefasto que siempre ha servido a las oligarquías
gobernantes para disimular las más grandes perversidades.
Y que a la vez
explica la actitud oficial contra la marcha de los campesinos del Catatumbo.
Hay que satanizarla, convertir en terroristas a sus integrantes, criminalizar
sus dirigentes. Y golpearla cuánto sea necesario para destruirla. Así han
obrado siempre en Colombia las clases dominantes. Darío Arizmendi y Diana
Calderón, a la cabeza de los medios, azuzan a Santos a perder el miedo.
En todas partes del mundo es absolutamente normal que los cuerpos
especializados en represión arremetan contra las movilizaciones. ¿Es que su
gobierno se va a quedar atrás?, argumentan.
Se ambienta en
todas las formas el empleo de la violencia estatal. La calumnia, las
imputaciones y sindicaciones, las campañas de prensa, las amenazas de los altos
funcionarios, la movilización judicial, militar, policial y paramilitar, la
expansión del miedo. Ese es el país democrático de que tanto se ufana la oligarquía
colombiana ante el mundo. El mismo en el que según sus afirmaciones, la
insurgencia armada carece de razones para luchar.
Así será imposible
firmar un acuerdo definitivo en La Habana. Eso es claro. A esa Colombia de las
imposiciones y las intolerancias, del garrote, los gases y el plomo, del
sicariato material y moral, no es posible pensar en vincularse pacíficamente.
Justo hora comienza
un paro de la pequeña y mediana minería. Con sus particularidades, pero por las
mismas razones. El propio régimen se ha encargado históricamente de señalar al
pueblo colombiano las formas de lucha que debe emplear para oponérsele. Ojalá
que pudiera ser de otra manera. Pero para lograrlo son muchas las cosas que
deben cambiar en Colombia.
Montañas de Colombia, 17 de
julio de 2013.
0 comentarios: